Para reconocernos y entendernos como cultura resulta esencial mirar hacia atrás. Nuestro origen marca el ritmo de lo que somos y de la postura que adoptamos frente a la existencia, al igual que al final de la vida cuando llega la hora de decir adiós. Somos lo que fuimos y llevamos el sello indeleble de los que nos precedieron.
El pueblo mexica tenía muy claro que la vida es fugaz y concebía la muerte como una etapa más en el devenir. Pero esa naturalidad con la que abordaban el final, no los eximía de modo alguno del dolor que les causaba la despedida de sus personas amadas. Temer a la muerte era común, aunque se consideraba más fuerte la incertidumbre de la vida llamada Tezcatlipoca.
Morir, para nuestros ancestros, no representaba el final sino el inicio de otro viaje de cuatro años cuyo destino era el encuentro con Mictlantecuhtli. Este trayecto constaba de nueve planos bajo tierra, donde se debían atravesar pruebas para finalmente llegar a Mictlán, “la región o el lugar de los muertos”, sitio mitológico donde se encontraba el más allá.
No era nada fácil dicho recorrido de los antiguos mexicanos. Se trataba de un camino errante que el difunto debía recorrer con un perro xoloitzcuintle, esencial para superar el primer gran obstáculo: pasar el río Apanohuayan.
La única forma de obtener esta compañía canina consistía en haber tratado bien a los perros en vida. Si el difunto había sido cruel, no lo ayudarían a cruzar el río y su alma quedaría vagando para siempre.
El mito retrata una ruta llena de pasos complejos y desafíos. Era necesario atravesar montes que chocaban entre sí, enfrentar culebras y grandes ventarrones, y recorrer páramos helados e inhóspitos, por dar apenas una breve descripción de todo lo que implicaba el camino a Mictlán, a donde iban quienes morían de forma natural. Una alcanzada la anhelada meta, “el viajero” ya era merecedor de descansar en paz para siempre.
Origen de la ofrenda de muertos
Los mexicas, por lo general, eran incinerados como sucede hoy. La diferencia es que sus cenizas se enterraban con sus pertenencias, comida, agua y provisiones para el viaje que empezarían a emprender. A los muertos jóvenes se les ponía una gran cantidad de comida, pues sus cuerpos eran inmaduros y requerirían de mayor energía para alcanzar su destino.
Era clave quien había sido en vida. Los comerciantes se enterraban con sus posesiones más valiosas. Los cuerpos de los gobernantes, a su vez, eran ataviados como si permanecieran vivos, transportados por la multitud a la plataforma de Cuauhxicalco (frente al Templo Mayor en Tenochtitlán), donde eran expuestos a su pueblo durante cuatro días. En los entierros de gobernantes o personajes importantes para la comunidad se solía danzar como homenaje de despedida.
Si una mujer moría dando a luz, sus restos se depositaban en un templo especial, vigilado por sacerdotes. Existía la superstición de que un dedo de una de esas mujeres traía victorias en las batallas de guerra. Quienes fallecían a causa del agua –inundación, tormenta, naufragio- habían sido reclamados por Tláloc. Para entregarlos al dios de la lluvia, sus cuerpos se pintaban de azul.
El humo del copal era esencial en el ritual funerario mexica, pues se pensaba que ascendía hasta el cielo de los sacerdotes. Al tiempo, la gente elevaba cantos y poesías de muerte, y llantos y gritos dolor.
He ahí, en cada detalle, orígenes de la ofrenda de muertos que hoy celebramos. Prácticas que continuaron con la llegada de los españoles, a pesar de ser consideradas por los invasores “obras del demonio”. Un hermoso y entrañable legado prehispánico que ha logrado sobrevivir al paso de los años y de la historia, que le han sumado fotografías, cruces, imágenes de la Guadalupana y otros santos católicos, entre muchos otros elementos.
Somos mezcla de tradiciones, sincretismo. Nuestra identidad es fruto del devenir histórico, de un México profundo y diverso que nos une. Orgullosamente mexicano, Memorial San Ángel es tu cómplice respetuoso para hacer el mejor homenaje de despedida.
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